Lola (la mascara)

Lola (la máscara)

Una máscara vivía en una casa de madera, de color madera, en un suburbio muy coqueto de Melbourne, Australia. Casi toda su vida había transcurrido envuelta en una bolsa de nailon transparente dentro de un cajón tan oscuro como lleno de polvo y acompañada por otras máscaras. Pasaba sus días aprensada junto a sus compañeras, muy juntitas, casi asfixiadas por la falta de lugar. Ella trataba, en lo posible y muy despacio, de ganar unos milímetros en su intentona de ser extraída primero, cuando la oportunidad apareciera. Se sentía diferente a las demás, ninguna tenía nombre, pero ella, para distinguirse, se había puesto uno: Lola. Todas sus compañeras tenían la misma anatomía: tiras elásticas blancas, tela fina color celeste de un lado y blanco del otro, capa interna de franela y externa de algodón.

Era imposible distinguir unas de otras salvo una sola, la primera del lote, que era celeste de los dos lados y tenía marcada con una letra negra la frase “máscara quirúrgica”, así parecía llamarse. Por ser diferente se sentía especial y no eran pocas las veces que se comportaba de manera arrogante. Se sabía distinta y se lo hacía notar a las demás. A veces estirándose para adelante, donde tenía mas espacio. Además, estaba primera en la fila, y esto le daba mayor confianza en comparación con las otras.

Aquel cajón era un misterio, una caja de pandora. Era el último de una mesita de luz, tenía dos cajones encima de él, dentro estaban guardadas unas tijeras filosas, unas lapiceras viejas, unas pastillas vencidas y una foto añeja en blanco y negro y ya algo borrosa. Muy pocas veces se abría aquel cajón, pero cada vez que el dueño de casa lo hacía, se quedaba contemplando aquella foto por un tiempo. Cada tanto, cuando el hombre regresaba la fotografía, esta estaba mojada con lágrimas. Cada vez que el cajón se abría y se hacía la luz, Lola se ponía ansiosa y contenta a la vez pensando que al fin iba a ser usada, que saldría al mundo, que podría saber qué había más allá de los límites de aquel pequeño confinamiento . Pero una y otra vez volvía a desanimarse cuando el cajón se cerraba y reinaba nuevamente la triste oscuridad.

Un día, el cajón se abrió abruptamente y apareció la mano del hombre eligiendo una máscara al azar. Aquella vez, Lola muy triste vio pasar su oportunidad, pero después de dos días el hombre volvió y sacó otra máscara. Ahora, la elegida había sido una que estaba muy cerca de ella. Lola se preguntaba qué había ocurrido con la compañera que se había marchado el primer día. La rutina del hombre volvió a repetirse los siguientes cinco días, hacia el final escogió dos máscaras, una era Lola.

Lola estaba emocionada y se ajustó bien el elástico para verse mejor, estaba ansiosa de acomodarse en el rostro de su hombre. Pero él no la usó, solo la dejó en una mesa que estaba al lado de la puerta de entrada. Un día, su dueño estaba por marcharse; salió y volvió enseguida; se había dado cuenta de que había olvidado su máscara. Entonces cogió a Lola apurado y, sin siquiera mirar cómo se veía, salió a caminar por el parque. Lola pivoteaba contenta sobre la nariz. Aunque de a ratos la respiración pesada le inflaba la tela y le molestaba, le encantó el viaje y proteger a su patrón. En su recorrido conoció a otras máscaras que nunca había visto. Había otras muy distintas a ellas, de diferentes colores, materiales y tamaños. Durante todo el paseo oyó muchas veces hablar de un virus y una tal  “pandemia”, pero no entendía de qué se trataba. Cuando volvieron a la casa, el hombre la arrojó sobre la mesada. Ese mismo día a la tarde, su dueño sacó una bolsa con desechables y Lola pudo ver allí a una de sus compañeras siendo llevada hacia el tacho de basura que estaba afuera.  A la mañana siguiente, su compañera de mesa salió con el hombre. Al volver, la notó muy sudada y asustada. Entonces le preguntó:

  • ¿Por qué estás tan transpirada?
  • Es que el hombre comenzó a correr y por momentos me sentí asfixiada.
  • ¿Qué te parecieron las cosas allí afuera?
  • Me encantó salir. Es fascinante, tantas máscaras y de tantas especies, tan diferentes a nosotras. Me pregunto qué estará sucediendo.
  • ¿Escuchaste eso del virus, pandemia?
  • Sí, el hombre se detuvo y habló con otro. Decían que si no fuera por nosotras habría más infectados, hablaban de un virus, algo como ‘Corona’, que los estaba contagiando y matando
  • Respecto a eso, ayer vi a una de nuestras compañeras en una bolsa de basura.
  • ¿Qué quieres decir?
  • Que nos usan por unos días y después nos echan al azar.

Lola y su amiga estaban acongojadas, nunca pensaron que servían solamente por un tiempo limitado. Lola sabía que lo único que la salvaría era escapar, entonces decidió planear su huída. Esa misma noche, vio que el hombre tomaba a su compañera, la ponía en la bolsa de desechables y la arrojaba a la basura. Se desesperó. No entendía cómo era posible que ella y sus amigas protegieran al hombre de ese tal virus y él se deshiciera de ellas sin más, de una manera tan rápida y cruel. A la mañana siguiente, después de una caminata decidió ejecutar su plan de escape. Se había cansado de esa respiración celosa, de la nariz mojada, de los cachetes sudados, de las ligas que le apretaban. Quería sentirse libre y no terminar como sus compañeras.

Ese mismo día, mientras estaba en la mesada al lado de la puerta de entrada, esperó a que le abrieran como todas las tardes la puerta al perro, midió con exactitud las ráfagas de viento, se estiró y cuando el perro salió corriendo en frenesí, ella se subió sobre una corriente de aire y salió volando a bordo de aquel torbellino. El hombre la miró y no atinó a hacer nada. La máscara salió despedida por la gravedad y planeó como un avión de papel hacia la calle. Cuando más se alejaba de la casa, mejor veía desde arriba a sus compañeras en las cabezas de sus seres. Mientras se dejaba llevar por el viento, encontró la más amplia variedad de máscaras, pasó por un parque y vio un contingente de niños. Los miraba desde el cielo y trataba de saludarlos con sus tiras. En un momento, se percató de que las violentas cortinas de aire la estaban alejando más y más. Se alarmó, no sabía dónde estaba. Finalmente, después de un largo recorrido terminó tendida en una flor. Descansó por un momento, pero enseguida un niño la encontró y comenzó a jugar con ella, a estirarla, a arrojarla sosteniéndola de las tiras, a apachurrarla. Así jugaron por un rato hasta que la madre vino, se la arrancó de las manos, lo retó y arrojó a Lola sobre la gramilla. Lola se desesperó y enseguida sintió que debía volver con su dueño para seguir cumpliendo con su deber y protegerlo.

Pasó tiempo tirada en el pasto, triste, acongojada y en muy mal estado. Debilitada, de repente encontró una densa ráfaga de viento y se subió a ella, planeó muy cerca de las nubes hasta encontrar el camino hacia la casa. Cuando llegaba, vio una ambulancia en la puerta y a su dueño: en su boca, en lugar de una máscara llevaba un respirador, iba sobre una camilla empujada por otros dos hombres totalmente cubiertos con unos mamelucos blancos. Encontró la puerta abierta y logró meterse hasta llegar a la mesada, desde donde pudo ver al vehículo y a su dueño alejarse. Hasta que se cerró la puerta y todo fue de nuevo oscuridad. 


La propuesta

Se había preparado desde muy temprano. Moshe estaba nervioso y contento a la vez. Después de cinco años de noviazgo, le iba a proponer casamiento a Rina. Se miró al espejo, se arregló la barba y se contempló por un rato. Luego se quedó pensando en todo lo que habían experimentado juntos como pareja: amor a primera vista, ejército, viaje mochilero por toda Sudamérica y ahora pensaban en mudarse juntos… Cuando dibujaba la imagen de Rina en su cabeza, se veía sonriendo como un tonto frente al cristal.  En aquel transe su mente se anticipaba y hasta creaba para ellos un futuro hijo.
”Qué más lindo que sorprenderla con un anillo en su casa”, pensó, “boom, aquí estoy, soy tu prometido”. Hacía unos meses que Rina había comenzado a trabajar desde su casa en una empresa de marketing, se sentía contenta y satisfecha, y por lo que Moshe veía, y también ella le contaba, también ganaba muy bien. Venía de una mala experiencia laboral en un trabajo corporativo, tan mala había sido que hasta la había llevado a un ataque de estrés. Pero ahora Moshe la veía más contenta que nunca y todo marchaba viento en popa en la relación, este era el mejor momento para hacer su propuesta. 

Pidió un día libre en la compañía de Software donde trabajaba, viajó a la Bursa de Ramat Gan, uno de los lugares donde se vendían los mejores diamantes de la Tierra Santa, y desembolsó una elevada cifra. Era mucho más de lo que él podía o, mejor dicho, debía pagar. Había ahorrado por más de seis meses para alcanzar aquella joya. Luego volvió a su casa, se perfumó y definió qué camisa se pondría. Después se cosió el botón del saco que a ella le gustaba, se cambió los lentes y fue directo hacia su casa en el suburbio de Ramat Gan, muy cerca del límite con Tel Aviv. 

Rina vivía en un edificio de nueve pisos, cada uno tenía cuatro departamentos. Él llegaba hasta allí con la joya en un estuche envuelto en papel de regalo y una dedicatoria. Había preparado un discurso y lo sabía de memoria, allí estaba, como un arma que solo necesita ser gatillada. El ascensor tardaba en llegar. Trató de mantenerse calmo y concentrarse. Mientras esperaba irrumpió en la sala un joven religioso, Moshe se quedó observándolo: estaba completamente vestido de negro. Traje negro, talit blanco colgándole del pantalón,  kipá negra y una tupida barba rubia. Peyes enrulados casi sobre sus orejas y ojos celestes. Era flaco y se veía un tanto nervioso. Cuando el ascensor llegó, tocaron el piso ocho casi al unísono. Los dos sonrieron y entonces Moshe le preguntó dónde iba, ya que nunca lo había visto allí. El religioso, visiblemente intimidado, le respondió que venía a visitar a alguien. Fue en ese mismo instante que el ascensor comenzó a escalar, pero enseguida empezó a ir más despacio y en el quinto piso se detuvo abruptamente. Moshe miró su celular y se dio cuenta de que no tenía señal, presionó el comunicador del panel y así pudo pedir ayuda. Pero las noticias que recibió no eran para nada alentadoras: tardarían entre media y una hora en rescatarlos. 

Moshe se movía nervioso en el cubículo de dos por dos, daba vueltas formando un surco con su andar, el religioso jugaba nerviosamente con su barba, a la vez que entrenzaba sus peyes. El ansioso novio logró pensar con un poco más de calma y dedujo que, sin celular, sería muy difícil que el tiempo pasara medianamente rápido sin intentar siquiera entablar una conversación con su compañero de encierro. Entonces empezó a mirarlo de pies a cabeza, sin disimular. El religioso pareció reaccionar a lo que habrá considerado una ofensa y le dijo:

– ¿Qué me miras así, nunca viste a un religioso?
– Claro que los vi, es que a veces no entiendo.
– ¿Qué es lo que no entiendes?
– ¿Cómo puedes ir vestido así? Con este calor, en pleno verano, todo ese mameluco negro que te acompaña…
– Sabes, el negro es por el luto de la destrucción del templo y para no atraer la atención hacia uno mismo.
– La verdad es que no tenía idea, pero, ¿no te hace sentir diferente?
– Yo pienso que la vestimenta no es lo que me diferencia de los demás. Ser original significa poseer algo propio y único que nadie posee, y no es ese mi caso. ¿Qué es lo que realmente te molesta?
– Bueno, la verdad es que no lo he pensado. Pero ahora siento que es como que me intimida verlos a ustedes creer tan fervientemente en algo que nunca han visto.
– Dios existe, de la misma manera que cada uno de nosotros existe, hay mucha gente que vive sin que tú la conozcas, y no por eso niegas su existencia.
– Me resulta difícil el tema. Aparte ustedes se pasan el tiempo estudiando y hay quienes dicen que lo hacen a cuenta nuestra, que pagamos impuestos y vamos al ejército.
– Nosotros cumplimos con nuestra cuota amando y adorando a Dios.
– Explícamelo, porque la realidad es que tú consumes, comes y aprovechas los servicios de este Estado.
– Nosotros damos de otras maneras.
– ¿No crees que eso genera disparidad?
– No lo veo de ese modo. Ustedes son los que tienen el problema, nosotros no nos quejamos.
– Entiendo, o quizás no tanto. Como vamos a compartir un rato aquí, quizás podríamos consensuar en algunas cosas, empecemos por nuestros nombres, yo soy Moshe, ¿cómo te llamas?
– Rafi, me gustó eso de estar de acuerdo en algo.
– ¿De dónde vienes?
– De aquí cerca, Bnei Brak.
– Ah, del Getho, todos son religiosos allí.
– Bueno, para mí eso es normal. Y alguien como tú caminando por nuestras calles me parecería extraño.
– Cambiando de tema, ¿hay algo que te gusta hacer en especial?
– Me gusta sentarme con mis amigos y hablar, comentar cosas que leemos, entender cómo ellos interpretan diferentes párrafos o libros.
– ¿Y eso no te parece un poco aburrido? Mira, a mí me encanta leer, pero mi rubro es el suspenso, la ciencia ficción y las historias inverosímiles.
– Yo también leo historias. Hay algunas que en mi imaginación se transforman, trato de ver un poco el más allá. Por ejemplo, esta me la contaron ayer: ”Un estudiante religioso fue al Rabí y le preguntó: ‘¿Quién fue más grato a Dios, Moisés o Abraham? ‘. El Rabí contestó rápidamente Abraham y el estudiante le replicó: ‘¿Cómo Abraham, si fue Moisés quien condujo al pueblo de Israel hacia la tierra prometida? ‘. ‘Muy bien’, le dijo el Rabí, ‘entonces fue Moisés’. El estudiante se dio cuenta y dijo: ‘Ah, entiendo, fue una pregunta tonta… ‘.
– ¿Y qué ves aquí en tu imaginación o cómo lo entiendes tú?
– Aquí se le pide al Rabí que haga un juicio de valor entre Moisés y Abraham. Ello no es nada sencillo, sobre todo para el hombre que no ha leído la Biblia y se la ha pasado simulando. ¿Además, qué se entiende por «mejor», término irremediablemente relativo? Lo que es mejor para el Rabí no lo será necesariamente para su discípulo.
– Me parece que entiendo. ¿Sabes? Me estás cayendo cada vez mejor, no comparto todas tus ideas, pero me interesa tu manera de razonar.
– Cuéntame alguna de esas historias inverosímiles -le pidió Rafi.
– Oh, he leído muchas. La última es sobre un hombre que vendía seguros de salud y vida y las cosas no le iban tan bien. Un día, como consecuencia de un accidente de tránsito, se quedó manco. Desde entonces la gente le empezó a comprar más y más sus seguros y con el tiempo se volvió rico. Le vendía a todo aquel que se le presentara, hasta llegó a venderles seguros grupales a empresas corporativas. Todo iba viento en popa hasta que un día, festejando con un amigo en la vereda de un café, se le cayó encima un joven, intentaba suicidarse y se había arrojado del sexto piso. Él murió al instante y el vendedor de seguro entró en coma, le hicieron más de cinco operaciones para mantenerlo con vida. Pronto su mujer descubrió que (paradójicamente) no tenía ningún seguro y tuvo que vender lo que había ganado con las ventas, más todos sus bienes, para pagar las cuentas del hospital. La familia terminó en la quiebra. El vendedor despertó de su coma después de tres meses, trató de volver al negocio de los seguros, pero nunca más lo consiguió.
– Wow, ¿dónde te lleva tu imaginación con esa historia?
– Esta historia es más que obvia. Dime, ¿qué viniste a hacer aquí? -preguntó Moshe.
– Mira, me caes muy bien, pero tengo mucha vergüenza y no sé si te puedo confiar algo así.
– Vamos, Rafi, puedes confiar en mí. Veo que los dos vamos al mismo piso y hay solo cuatro departamentos allí, quizás conozco a la persona que vas a ver.
– Es algo muy particular.
– Tú cuéntame eso y yo te contaré algo muy especial también que todavía nadie sabe.
– Tú sabes, nosotros no podemos tener sexo hasta que nos casamos, pero en este caso algunos nos salimos un poco de la norma. Unos compañeros míos de la Yeshiva (colegio religioso) me pasaron el dato de que aquí hay una chica, en el octavo, que trabaja de eso y hasta lo hace con la sábana, como nosotros pretendemos. Se hace pasar como una compañía de Marketing, pero todos en nuestra Yeshiva lo sabemos. Estoy muy nervioso ahora. Pero cuéntame tú, ¿qué cosa tan importante vienes a hacer aquí?
De repente se escuchó un ruido de metal y el ascensor comenzó a moverse hasta llegar al octavo piso. Moshe estaba atónito, Rafi se le acercó e insistió:
– Cuéntame tu secreto, me lo prometiste.
– Le vine a proponer casamiento a la mujer de Marketing del octavo piso, mira qué lindo anillo le he comprado.
Rafi salió disparado por las escaleras, hasta se le voló la kipá y no alcanzo a recogerla. No paró hasta llegar a la calle, donde corrió como nunca lo había hecho en su vida.
Moshe estaba paralizado, pensó un momento, se tomó la cabeza, se secó el sudor de la frente, se arregló la ropa y tocó el timbre. Rina lo recibió sorprendida:
– ¿Qué haces aquí a esta hora?
Moshe se arrodilló, sacó el estuche de su bolsillo y le preguntó:
– ¿Te casarías conmigo?

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